lunes, 2 de junio de 2014

6° La Iglesia: Israel de Dios


En la entrada anterior hablamos de la conversión, especialmente en relación al bautismo, a través del cual somos hechos parte de la Iglesia. Y como decíamos, el Evangelio llega a nuestro corazón para matar lo que somos actualmente y convertirnos en una nueva persona, hacia una nueva vida conforme al Espíritu Santo. Pasamos a ser parte de la Iglesia y de todo lo que ella significa. En esta entrada tratamos cómo es que el bautismo nos hace parte del pueblo de Dios. La comunidad de creyentes es el pueblo de Dios, lo que también se llama "Israel de Dios". ¿Qué significa esto?

El bautismo hace alusión al rito judío de la circuncisión. En el judaísmo, el corte del prepucio se hace a los 8 días de nacido y simboliza el pacto que Dios hizo con Abraham y con toda su descendencia (Gen.17). El pacto que Dios sella con Abraham a través de la circuncisión, es que Él sería Dios suyo y de su descendencia. Al hacer el pacto le cambia su nombre "Abram" a "Abraham", que significa "padre de una multitud" o "padre de muchedumbre de gentes". Insiste en la promesa que le hizo al pedirle que dejara su hogar, que también se la hace a su nieto Jacob, de darle la tierra prometida y de bendecir a través de él y su infinita descendencia a todas las familias de la tierra (Gen.12.3; 28:14). En todo esto, vemos en el "padre de la fe" una figura universal en la que son contados en su descendencia todos los que se circuncidan. Al reconocerle como "padre de la fe", heredamos el pacto de ser el pueblo de Dios y de tener la tierra prometida, que para nosotros es el Reino de los Cielos y su justicia (Hb.11:16;12:22), la "nueva Jerusalén" (Ap.3:12,21:2,10; ; Gal.4:26). Nos hacemos partícipes de la fe de los patriarcas y matriarcas hebreos, siendo Jacob a quien Dios nombró "Israel" luego de encontrarse cara a cara con él (Gen.32:22-32). Entonces, llamarse "pueblo de Israel" no significa pertenecer a la raza o cultura judía o a la nación que hoy se conoce como "Israel", sino que nada más que ser incluidos en las promesas hechas a Abraham, reconociéndonos descendientes de Jacob, Raquel, Lea, Rebecca, Isaac, Sara y el mismo Abraham. Aquellas promesas son para el mundo entero y las vemos completamente cumplidas en Jesucristo.

Insisto que desde una perspectiva cristiana, el ser descendiente de Abraham no tiene relación a una nacionalidad o a una raza, sino únicamente a recibir el Espíritu de Dios en nuestros corazones, que es la circuncisión que vale (Rom. 2:28-29; Gal.6:15-16; Mt.3:9; Lc.19:9; Dt.10:16; Dt 30:6; Jer.4:4; Jer 9:25-26). De esta forma podemos sentir que las promesas y amonestaciones que se hacen a Israel en la Biblia nos las hacen también a nosotros. Aunque... hay que tener cuidado de caer en malas interpretaciones. ¿Al ser hechos miembros del pueblo de Israel por el bautismo, debemos seguir la Ley de Moisés? En los tiempos de los primeros cristianos existían grupos judaizantes que decían que la Ley de Moisés debía de seguirse al pie de la letra para ser salvos, circuncidándose el prepucio, llevando a cabo cada una de las fiestas, ritos y sacrificios. Sin embargo, en el Concilio de Jerusalén los apóstoles zanjan esta cuestión y aclaran que la Ley de Moisés no tiene por qué ser observada por los que se vuelven a Cristo, ni debemos circuncidarnos el prepucio (Hechos 15:1-31). Tanto hombres como mujeres somos circuncidados con el Espíritu de Cristo, y es la justicia de Cristo la que nos muestra como justos ante Dios. Es Cristo, no la Ley de Moisés, quien injerta tanto a judíos como a no judíos (gentiles) al pueblo de Israel (Rom.11:11-24) y nos hace a todos los creyentes parte de un mismo pueblo (Ef 2:11–19). Con lo último, insisto en que el pueblo de Dios es solo uno y universal, dejando claro que condeno rotundamente toda idea dispensacionalista y sionista.

Considero que la Ley de Moisés fue revelación de Dios, pero era solo sombra de lo que habría de venir (Heb.10:1), y estaba envuelta de códigos culturales y normas que ordenaran la nación judía en el contexto histórico en el que se encontraba. En la entrada 8° retomaré el sentido de la Ley como guía, pero lo que incumbe a esta entrada es dejar claro que en Cristo el Israel de Dios se hace libre de la ley, cosa tratada con fuerza por el apóstol Pablo, especialmente en su carta a los romanos y en su carta a los gálatas. De veras que el cumplimiento de la ley nunca salvó a nadie (partiendo por el hecho de que no ha habido quien pueda cumplirla), sino que la relación con Dios dependió siempre de creer en Sus promesas.

La salvación se basa en el amor incondicional de Dios. Nuestra relación con Él depende únicamente de su misericordia, que se revela plenamente en la muerte y resurrección de Cristo en la cruz. A esto se le llama "Solo Gracia".

Como personas no podemos comprar a Dios con obras, sino que solo podemos aceptar Su Gracia por la Fe, tal como Abraham (Rom.4:1-13), dejando atrás todas nuestras seguridades para dejarnos guiar completamente por Él hacia su Reino prometido, aceptando que Él nos ama y nos ha salvado en la cruz sin ningún mérito de nuestra parte. Esto se llama "Solo Fe".

"Solo Gracia" y "Solo Fe" son fundamento doctrinal del mundo evangélico-protestante, que describe la Buena Nueva que nos salva, o sea, el Evangelio (leer más de las "solas" de Lutero). Al creer en el Evangelio y bautizarnos, siendo circuncidados espiritualmente y hechos descendientes de Abraham, nos hacemos parte de ese pacto por el que somos pueblo de Dios y partícipes de Su Reino de justicia únicamente por Su Gracia, a través de la Fe en Cristo Jesús. En Cristo se renueva el pacto hecho con Abraham, siendo un Nuevo Pacto o Nuevo Testamento. Recibiendo a Jesús en nuestros corazones podemos cantar con júbilo, como la virgen María:
Engrandece mi alma al Señor;
Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha mirado la bajeza de su sierva/o;
Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada/o todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;
Santo es su nombre,
Y su misericordia es de generación en generación
A los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos,
Y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes,
Y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel su siervo,
Acordándose de la misericordia
De la cual habló a nuestros padres,
Para con Abraham y su descendencia para siempre.
Señor, guía a tu Iglesia, a tu pueblo, tal como guiaste a Sara y a Abraham en el desierto. Sin nada a que aferrarse más que a tu promesa, caminando sin rumbo claro, pero con confianza en aquella nueva Jerusalén que llega, aquél Reino celestial que se rige por tu voluntad, por tu amor, la plena comunión y la vida. Amén.

No hay comentarios: